La recuerdo en la casa de campo de mis abuelos paternos. Un buen día, Miguel –que se encargaba del cuidado de la casa todo el año– me descubrió su poder y despertó mi curiosidad por las profundidades del mar. Siempre había estado allí, encima de una mesita que había en el recibidor. Me llamaba la atención su extraña forma, pero sobre todo ese color nacarado de su interior. Me gustaba tocar su interior tan suave y delicado. Pero lo que yo ignoraba, nadie me lo había explicado –supongo que cuando eres niño se considera que ya tienes suficientes fantasías como para que encima te abran la puerta a otras que desconoces– era lo que se escondía en el interior de la caracola. Y Miguel me lo contó. Y la caracola se incrustó en mi memoria para siempre.
Me sorprendió un día acariciándola con la misma suavidad con la que a…
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