
—¡Mira, la familia feliz! —exclaman al unísono, junto con un leve levantamiento de mentón, los del barrio de toda la vida mientras degustan unas cañas y unas bravas en el nuevo café de moda.
—¿Feliz? —pienso yo con ironía observando desde el coche, a la espera del verde, sin poder evitar soltar una carcajada.
Pero supongo que, como todo, hasta la felicidad es relativa, porque donde ellos ven una familia feliz yo veo una total y absoluta indiferencia, todo aquello diametralmente opuesto a la felicidad y, tal vez, hasta al amor.
Ella camina unos pasos por detrás de su pareja, con su hijo más pequeño de la mano, casi arrastrándolo, con paso cansado y una cara de hastío (o de vinagre, como diría mi padre) que no puede. Él, con el otro hijo a su bola, mira y escribe por el móvil como si no hubiera mañana y con cara…
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